Un abengibreño en Mauthausen
Durante la primera quincena del mes de febrero de 1939, postrimerías de la Guerra Civil Española, muchos soldados republicanos cruzaron la frontera francesa tras la caída de Cataluña. Al principio intentaron que Francia les prestara ayuda para regresar a España, ya que las tropas del Gobierno legítimo de La República resistían en varias provincias. Sin embargo, los franceses los abandonaron inicialmente a sus suerte hasta que transcurridos unos meses fueron trasladados a poblaciones del interior, como Sainy-Cyprien, Barcarès, Argelès, Septfons…, donde permanecían en unos campos de internamiento dentro de barracones en los que dormían vestidos sobre paja extendida en el suelo, sin mantas, y donde había más piojos y pulgas que en las trincheras.
Cuando Francia declaró la Guerra a Alemania en el año 1940, algunos de aquellos soldados habían conseguido regresar a España; otros pocos se habían marchado a la U.R.S.S., o a América Latina, sobre todo a Méjico; pero la mayoría, más de diez mil republicanos españoles, se enrolaron en las fuerzas de combate de Francia para empuñar las armas contra Hitler. Cuando el ejército nazi ocupó el territorio francés, los alemanes los fueron haciendo prisioneros como a los demás soldados de la Segunda Guerra Mundial. El contingente español fue estrechamente vigilado y deportado en vagones de tercera hasta los campos de concentración; la mayoría a Mauthausen, en Austria, cerca de la frontera alemana.
Al bajar del tren, miembros de la policía nazi (las S.S.), con perros adiestrados, conducían a los prisioneros hasta el campo de concentración, situado a siete u ocho kilómetros de la estación; algunos perdían la vida durante el trayecto al ser incapaces de seguir la marcha a causa de la debilidad, y los S.S. los remataban a tiros. Al llegar al campo eran obligados a ducharse y los afeitaban de pies a cabeza, y eran desinfectados antes de recibir como única prenda de vestir un uniforme a rayas.

Vista aérea del complejo Bergkristall (Gusen II sub-campo de Mauthausen-Gusen Konzentrationslager)
La mayoría trabajaba en las canteras; el que desobedecía cualquier orden era azotado desnudo o ejecutado sin más. El sistema de trabajo era por eliminación: sólo trabajaban aquellos que superaban determinadas pruebas, como la de saltar un bastón colocado a cierta altura; a os más débiles y a los enfermos los enviaban al campo de Güssen, un destacamento situado a tres o cuatro kilómetros del campo principal de Mauthausen, donde eran exterminados en el horno crematorio o en las cámaras de gas.
Después de trabajar en las canteras durante el día y sin apenas comida, muchas noches los torturaban haciéndoles acostar y levantar sucesivamente durante horas, a fuerza de bastonazos, o los sometían al agua a presión de las mangueras de riego. Durante aquellas sesiones muchos quedaban muertos. Algunos se lanzaban a las alambradas electrificadas para suicidarse.
Y en Güssen, cada noche, unos cuantos prisioneros morían ahogados en cubas de agua tras sumergirles la cabeza los miembros de las S.S. Al que guardaba mondaduras de patatas para comérselas luego, le hacían llevar una piedra a cuestas durante toda la noche, o si mataban una rata para asarla los castigaban con veinticinco garrotazos, y muchos morían antes de que el castigo finalizara. Cuando llegaban más prisioneros y faltaba sitio, a os más débiles les provocaban la muerte mediante una inyección de gasolina antes de enviarlos al horno crematorio.
Los judíos no se mezclaban con los demás, a ellos los trataban todavía peor.
Por el campo de concentración de Mauthausen pasaron más de ciento cincuenta mil prisioneros de veintisiete nacionalidades diferentes, de los que murieron más de ciento cuarenta mil. Los hornos crematorios funcionaban las veinticuatro horas al día y una columna de humo denso podía verse desde varios kilómetros de distancia.
Como se adelanta en el título, un soldado republicano de Abengibre hizo aquel viaje, y estuvo allí, en Mauthausen, y fue llevado al cercano destacamento de Güssen, donde fue asesinado el día siete de diciembre de 1941; tenía veinte años. Se llamaba MIGUEL CARRASCO GARCÍA, tío de María Ángela Carrasco Plaza (la Mariángela de la Pichina).
Acaban de cumplirse sesenta años desde que en 1945 fueron liberados por las tropas aliadas los campos de concentración y de exterminio nazis: Mauthausen y su destacamento Güssen, Auschwitz, Buchewald, Treblinka, Dachau, Flossenburg, Sobidor, Majdanek…, concebidos para acabar con los grupos que según los nazis amenazaban la supremacía de la raza aria, y en los que fueron exterminados más de seis millones de judíos, gitanos y otras minorías.
Entre Mauthausen y Güssen, más de cinco mil españoles fueron asesinados, de los cuáles más de quinientos eran de Castilla-La Mancha; casi cien de la provincia de Albacete, y de estos, uno era de Abengibre.
Aunque desde entonces hayan transcurrido más de sesenta años, todos tenemos las responsabilidad moral de recordar lo que ocurrió, y de evitar cualquier manifestación propia o ajena de racismo, cualquier gesto de intolerancia, de discriminación por el color de la piel, por las creencias religiosas o las ideas políticas. Así rendiremos homenaje a los más de seis millones de víctimas del holocausto nazi, y honraremos a nuestro paisano MIGUEL CARRASCO GARCÍA, cuyo nombre merece ser repetido y escrito con letras mayúsculas.
Autor: Juan García Montero, 2005
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