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Érase una vez un pastorcillo muy joven, casi un niño, que se ganaba la vida yendo de aquí para allá con un gran rebaño de ovejas. Muchas veces, el pastor era tan pobre que tenía que alejarse mucho para dar de comer a los animales, atravesando cañadas y caminos.

Así, el pastorcillo se veía obligado a pasar muchas noches al raso, sin más cobijo que una manta que llevaba en su burrilla, y para no sentirse tan sólo hablaba con la luna hasta que se dormía.

Se creía muy valiente por dormir siempre solo fuera de su casa y noche tras noche, subido en una roca, desafiaba a la luna: «Luna ¿por qué no bajas?», «¡Luna, a que no te atreves a bajar!», «¿Es que no me oyes?»… y así una noche y otra y otra hasta que una de las veces… la luna bajó y… ¡Aummm! ¡Se lo comió con roca y todo!

Desde entonces, podemos ver al pastorcillo en las sombras de la luna, subido en una roca, con los brazos en alto…

Desde que era muy pequeña me ha gustado mirar a la luna, siempre me ha parecido que por muchas veces que la mires, nunca es igual y siempre te deslumbra. Ahora siempre me acuerdo de mi padre, a quien voy a echar de menos siempre…