Una partida con Antonio de Pajarilla, “El Quinto”
Provistos de los utensilios, tomamos el camino de las eras, igual que siempre, para no romper ningún cristal, como acostumbrábamos cuando la partida se desarrollaba en el pueblo. Esta vez fuimos a la Era de Ricarte (donde ahora tiene la casa José del Molar).
La partida la pactamos a 100 “años” y nos jugamos una peseta, a pagar el día de San Miguel. Sorteamos el saque y le tocó a él. Puso el tranco en el centro del círculo, y le dio un pequeño golpe en la punta con la maneceta y, al saltar, le volvió a pegar en el aire, esta vez con fuerza, para que fuera lo más lejos posible.
Yo estaba a 25 pasos esperando el tranco, porque si lo atrapaba al vuelo, entonces el saque pasaba a mi poder. Había que tener mucho cuidado para no salir escalabrao, pues pocos escapábamos sin la marca de un trancazo en la cabeza. No lo cacé por muy poco, pues me rozó los dedos y cayó al suelo. Entonces él puso la maneceta en el redonde y yo, desde donde había caído el tranco, tiré con él para darle. Si no le daba, como así ocurrió, entonces, desde donde había caído, se le pegaba igual que cuando se sacó del centro y yo continuaba a la espera por si lo cogía antes de caer al suelo. Allí donde caía se le volvía a “picar” para mandarlo lo más lejos posible. Esto se hacía tres veces y desde donde quedaba la tercera vez, se calculaba la distancia que había hasta el círculo y entonces el del saque pedía “años”.
Cada “año” era la medida de 8 manecetas. Si el que pedía calculaba que había más de 80 medidas, pedía 10 “años”, si el oponente calculaba que había esas o más, se los daba y los iba acumulando para llegar a los 100, si por el contrario pensaba que estaba algo tasado, decía “vamos a medir”. Entonces se medía y si llegaba, seguía con sus 10 y si no llegaba, pasaba el saque al contrario y los “años” no pasaban al marcador.
En este caso yo lo dí por bueno, pues calculé que había más de 90. Volvió a sacar y se le quedó corto y no lo pude cazar, pero a 12 o 14 metros que estaba del redonde yo no podía fallar. Cogí el tranco con la mano derecha, apoyé el índice en la punta y lo rodeé con los demás dedos, apunté y tiré con fuerza, raso, arrastrándolo desde tres metros antes de llegar. Impactó con un fuerte chasquido desplazando la maneceta más de un metro. Esta es la mía, pensé yo, pues con sólo jugar un poco fuerte, la partida estaba ganada, ya que él raramente cogía el tranco al vuelo.
La primera vez saqué por encima de donde él lo esperaba y como era de esperar, al lanzar, no dio a la maneceta cuando tiró. Los tres golpes siguientes lo mandé bastante lejos y pedí 12 “años” y, como casi siempre, no se conformó. Cogió la maneceta y se puso a medir, pero cuando llevaba la mitad me la dio diciendo, “toma que te sobran”. Así, unas veces midiendo y otras sin medir, llegué a los 85 “años” sin que volviera a coger el saque. Pero llegado a este punto, cambiaron las cosas. Saqué con fuerza, como siempre, él lo cogió del suelo con desgana, pues a la distancia que estaba pensó que no tenía nada que hacer. Lo tiró sin apuntar, y el tranco haciendo un giro raro después de tocar el suelo, fue a chocar con la maneceta. Ni él se lo creía, pero lo cierto es que recuperó la mano. Sacó y jugó varias veces. Yo no daba una y así llegó a los 65 “años”. Yo veía que la partida se me ponía fea y me dispuse a no perderla.
Me puse a 20 pasos, con las piernas entreabiertas, ligeramente dobladas y las manos a media altura, así como un portero de fútbol espera el lanzamiento de un penalti. Sacó fuerte y yo corriendo hacia atrás y mirando el arco que el tranco describía en el aire, sin perderlo de vista, llegué unas décimas de segundo antes que tocara el suelo. Lo cogí con las dos manos y lo levanté en el aire en señal de triunfo. Ahora ya no podía perder.
Saqué y en la primera vez, aunque calculaba que podía pedir los 15 que me faltaban, no me atreví y pedí solo 10. El me dijo que si le hubiera pedido los 15, me los habría dado. Volví a sacar y le pedí los 5 que me faltaban, aunque había más de 10, pero yo con esos tenía suficiente. Así terminamos por aquel día. Nos despedimos recordando que el día del pago sería el día de San Miguel y eso que aún faltaba más de cuatro meses. Yo sabía que me iba a pagar antes, pues no quería que se le acumularan las deudas y siempre que tenía ocasión cogía “prestado” el dinero del cajón de la carnicería de su padre, para hacer frente a los pequeños pagos.
Pasados dos días, me dio la peseta y ya estaba dispuesto para jugar otra partida al tranco, a la pelota, o a lo que fuera, pensando que alguna vez me podría ganar.
Ahora, con la distancia de los años, pienso que no estuve muy comedido ganándole siempre, en todas las partidas que jugábamos, y mucho menos tratándose de que poníamos el dinero en juego y aunque no era mucho, en aquella época era demasiado.