Para los abengibreños, la Piedra Encantá siempre ha estado rodeada de un halo de misterio y leyenda. Muchas historias han surgido en torno a ella…

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Para los abengibreños, la Piedra Encantá siempre ha estado rodeada de un halo de misterio y leyenda, tal vez porque siempre debe haber algo interesante en los pueblos o tal vez por la propia magia que hace que, desde que tenemos constancia, se encuentre suspendida en una pendiente con el sólo apoyo de una piedra que no mide más que una pelota.

Los quintos han intentado tirarla durante años

Siempre nos han contado que todos los hombres fuertes del pueblo han intentado tirarla, bien por el peligro que ocasionaría si alguna vez hubiera caído sobre las huertas, bien por medir la fuerza de los mozos y pasar a la historia como «el que consiguió tirar la Piedra Encantá». Hasta el propio Sebastián de Juanaco, una especie de «Sansón a la abengibreña», intentó moverla, pero nada… Por suerte, no lo han conseguido y ahí sigue, dando la bienvenida a todo aquel que llega al pueblo por la carretera de Albacete.

Pero la historia más bonita de todas es una leyenda…

Cuando el Picallo no era un bonito jardín con vistas a La Cañá, cuando las farolas no existían todavía y las sombras se adueñaban de todos los rincones del pueblo, cuando la superstición ganaba la batalla a la razón y la noche era noche, me contaron la historia de la Piedra Encantá y desde entonces…, la sigo mirando con recelo.

Cuentan que hace muchos años, en la mágica Noche de San Juan, si ibas al Picallo a las 12 de la noche, cuando todo estaba a oscuras, tú solo, sin nadie a tu alrededor y esperabas paciente, en silencio, la Piedra Encantá se abría y de ella salía una bella mujer, vestida con ropas de seda blanca, mesándose sus largos cabellos…
Pero decían que ella tenía una legra leyenda y que todo aquel que conseguía ver su rostro, pronto moriría.

A mi tía Virtudes, que pasaba tanto miedo como yo mientras me contaba estas historias

Érase una vez un pastorcillo muy joven, casi un niño, que se ganaba la vida yendo de aquí para allá con un gran rebaño de ovejas. Muchas veces, el pastor era tan pobre que tenía que alejarse mucho para dar de comer a los animales, atravesando cañadas y caminos.

Así, el pastorcillo se veía obligado a pasar muchas noches al raso, sin más cobijo que una manta que llevaba en su burrilla, y para no sentirse tan sólo hablaba con la luna hasta que se dormía.

Se creía muy valiente por dormir siempre solo fuera de su casa y noche tras noche, subido en una roca, desafiaba a la luna: «Luna ¿por qué no bajas?», «¡Luna, a que no te atreves a bajar!», «¿Es que no me oyes?»… y así una noche y otra y otra hasta que una de las veces… la luna bajó y… ¡Aummm! ¡Se lo comió con roca y todo!

Desde entonces, podemos ver al pastorcillo en las sombras de la luna, subido en una roca, con los brazos en alto…

Desde que era muy pequeña me ha gustado mirar a la luna, siempre me ha parecido que por muchas veces que la mires, nunca es igual y siempre te deslumbra. Ahora siempre me acuerdo de mi padre, a quien voy a echar de menos siempre…